11.04.2005

Profesores desesperados y alumnos envalentonados

“Hasta la noción de identidad depende de la memoria"

"Los profesores han de ‘demostrar’ que les insultan"

Un desesperado profesor de Enseñanza Secundaria me hace llegar la carta que dos mil compañeros suyos enviaron el pasado mes de julio a la Ministra de Educación. En ella le hablan del constante y creciente deterioro que viene sufriendo la enseñanza en nuestro país desde la implantación la LOGSE, hasta la actual LOE (con la que están seguros de que el desastre irá a más), pasando por las correspondientes reformas del período de Aznar.
Los motivos de preocupación, descontento, desánimo, estupor y hasta depresión del colectivo docente son numerosos. Los postulados son increíbles. Uno de los más insensatos es que no se debe elevar el nivel de exigencia de los estudios, porque eso “atentaría contra la igualdad de oportunidades”. Se trata de una falacia, porque el hijo de un estibador no tiene por qué ser peor estudiante que el de un catedrático, y ejemplos a millares presenta la historia de verdaderos cráneos nacidos de reconocidas lumbreras, y de asombrosos talentos cuyos progenitores no habían leído un libro en su vida (entre estos últimos vástagos, Kant, Kepler, Newton, Copérnico, Dickens, Chéjov y Edison, por citar muy pocos: por fortuna la capacidad e incapacidad intelectuales no son forzosamente hereditarias).
Asimismo no es lógico bajar el nivel de exigencia para que no “se aprovechen” los más listos, porque eso equivale a fomentar la tontería de todos, en vez de procurar que los menos listos se esfuercen por serlo un poco más (en mi experiencia de profesor universitario en tres países siempre comprobé cómo los alumnos al principio menos capaces lo eran al final tanto como los que más: un docente ha de partir de la base de que nada de lo que enseñe se hará tan difícil para que no puedan aprenderlo todos sus alumnos suficientemente … si están dispuestos a ello, claro está). Por último, parece mentira que supuestos “expertos” y legisladores padezcan tal confusión mental respecto a la igualdad de oportunidades.
Otra de las majaderías que propugnan ciertas leyes es el destierro del uso de la memoria, sobre el que debe prevalecer el de la “inteligencia”. Quienes contraponen ambas facultades es obvio que carecen de la segunda, que sin la primera no se da, sencillamente. No se trataría de volver a las viejas prácticas repetitivas, cuando los estudiantes eran obligados a memorizar meras listas. Hay una memorización mecánica y hueca, al alcance de casi cualquiera, y hay una memoria de aprehensión, asimilación, asunción, de apropiación de los hechos y los datos. Sin ella –y sin la capacidad asociativa que proporciona– no hay conocimiento posible, ni siquiera de la propia biografía. Hasta la noción de identidad depende de la memoria, porque si yo no me recordara a los quince, a los diez o a los cuatro años, malamente podría asegurar que el que hoy soy sea el mismo que aquel muchacho o aquel niño. De parecida forma, si uno carece de una elemental visión cronológica de la historia del mundo, por ejemplo, difícilmente podrá aplicar ninguna supuesta inteligencia al mundo en el que vive, que creerá, con radical estupidez, nacido a la vez que él.
Dije que abordaría el principal motivo de preocupación, desánimo y depresión de los profesores de Enseñanza Secundaria, porque en esa misiva enviada, las dos primeras cláusulas, de un total de cuatro, están dedicadas al mismo problema, que no es otro que el de la disciplina. Nuestra época es tan ridícula que ha convertido esta palabra en poco menos que tabú, cuando sin ella no se consigue hacer absolutamente nada: ni escribir un libro, ni tocar un instrumento musical, ni utilizar un ordenador, ni jugar al fútbol, ni ser cantante ni ser actor. Y para lograr cualquiera de esas cosas se necesitan el ambiente adecuado y unas circunstancias que lo permitan.
Si yo no puedo escribir un libro en Madrid con el estrépito de las obras municipales a mi alrededor, es de suponer que los profesores no puedan impartir sus enseñanzas –ni la mayoría de los alumnos recibirlas– en medio de un alboroto constante o, aún es más, rodeados de boicoteadores que acampan a sus anchas.
Boicoteadores de las clases los ha habido siempre en los colegios, pero las Leyes de Educación no se ponían de su parte ni les daban la razón, como sucede desde la LOGSE en adelante, en el mayor desatino imaginable.
Hasta hace no demasiado tiempo, un profesor no podía expulsar del aula a un boicoteador, a un acosador, ni a quien insultaba al propio profesor. Éstos lo tenían prohibido, los estudiantes lo sabían y desafiaban sin cesar la autoridad de aquellos, atados de pies y manos. Una amiga mía, que durante diez años trató de dar clases en un Instituto de Getafe, ante la imposibilidad de cumplir con su obligación y de poner freno a los envalentonados boicoteadores, acabó expulsándose a sí misma, y anunciando al conjunto de los alumnos que no regresaría hasta que una mayoría acordara que se deseaba continuar con las lecciones e impusiera su voluntad a los alborotadores. Eso se ha reformado levemente, y ahora sí es posible expulsar, pero el profesor debe salir de la clase con el expulsado, dirigirse a la Jefatura de Estudios, abrir allí un expediente y no sé cuántos trámites más. Para cuando el docente vuelve al aula, la hora suele haberse evaporado, y además se corren riesgos. Otra amiga mía vio entrar a una alumna veinte minutos tarde y cantando a voz en cuello. Invitada a sentarse, ésta prosiguió su canto en el pupitre. Mi amiga la tomó del brazo sin violencia y se encaminaron las dos a la Jefatura en cuestión. Por la tarde, se le presentó una familia gitana dispuesta a ajustarle las cuentas, pues la adolescente había contado en casa que la profesora le había pegado.
Una de las locuras de las actuales Leyes de Educación es que conceden el mismo valor a la palabra de los alumnos que a la de los profesores, los cuales han de demostrar, como si vivieran ante un tribunal, que tal o cual estudiante los ha insultado o les ha agredido, como ocurre con más frecuencia de la que imaginamos. Para ello necesitan testigos, y los únicos de que suelen disponer son los compañeros del agresor. Sé de un profesor que mandó a los muchachos abstenerse de llevar sus gorras puestas en clase (norma básica y convencional de educación, aunque hoy la incumplan cada vez más adultos). Un estudiante se negó, recurrió ante el consejo escolar y éste le dio la razón, aduciendo que la obligatoriedad de descubrirse bajo techo era “un atentado contra la libertad”. Supongo que también lo será, según eso, impedir que los chicos acudan en traje de baño o en calzoncillos, o descalzos, o que orinen donde les venga en gana, o que se preparen un porro en el aula. Otra cosa que los profesores tienen vedada es forzar a abrir la mano a un alumno, así sospechen que en ella se esconde una china o una navaja. Ante cualquiera de estas eventualidades, han de llamar a la “Policía Tutora”, para que ella intervenga y, claro está, jamás pille a nadie con las manos en la masa.

La situación es al parecer tan desesperante y demencial que yo aún no me explico cómo quedan personas dispuestas a enseñar. A los políticos se les llena la boca con palabras bonitas sobre la importancia y dignidad de los docentes. Pero sus Leyes hacen todo lo posible por privarlos de esa dignidad, mermarles su autoridad real y moral, y, lo que es peor, por obstaculizarles su tarea de educar. Esto último lo llevan a cabo cada vez menos padres (pero de esto hablaré otro día, quizá), y a los enseñantes no se les deja. La carta de los dos mil termina pidiendo a la Ministra que su Partido reconozca su ya prolongadísimo error y que lo rectifique antes de que sea demasiado tarde y debamos resignarnos a carecer de ciudadanos cívicos y semieducados durante unas cuantas generaciones.

Texto original de Javier Marías - El país - Semanal - 9 y 16/10/2005, modificado en su extensión y adecuado ciertos términos y modismos.